Junto a la orilla, un retazo de tiempo para el silencio, para contemplar el mar en su inmensidad, ebrio de destellos de luna y de pequeñas barcas que, en la lejanía, dibujaban un puzzle blanquecino sobre el agua. La silueta de la costa daba forma a la bahía arrullada por el ligero murmullo de las olas en su magia de paz. Entre las sombras de la tarde se vislumbraba el Peñón y las montañas de África. En la otra cara de mi mirada, las viejas farolas del paseo, convencidas de su autoridad, avivaban el paso del transeúnte columpiadas de luz polvorienta. Las terrazas cobraban vida lentamente al son de su algarabía. Los niños en sus correrías regaban de aliento la pesadumbre de la tierra. Los eucaliptos y las palmeras clamaban al cielo su libertad. Un aire fresco rozaba mi cara aliviando el peso hostigante del verano. Mi corazón rompió su armonía en un grito silencioso y desgarrador: “Eternamente el deseo”.
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