lunes, 1 de febrero de 2016

Os pondré varios fragmentos claves en días sucesivos, de este largo relato donde se entrecruzan varias historias.
"Zayda. Una princesa ejemplar". En "Una mujer, una historia", Ediciones Alfar.
El sol asomaba su cara encarnada por el horizonte. En el aire fresco de la mañana se respiraba la fragancia a azahar recién nacida de la primavera. Cuando se abrió la cancela de palacio, la gente suspirando inclinó sus cabezas ante sus reyes. Llovían los ramos de flores a su paso y volaban pañuelos blancos por el aire, como bandadas de gaviotas curiosas, en señal de despedida. Mutamid severo subió a la barca, seguido de Itimad, preocupada, y ambos se miraron con los rostros transidos por la tristeza. Rompieron a llorar con toda su alma, y en un cariñoso gesto, Guadalquivir adentro, dieron su último adiós a las calles de Sevilla.
Zayda entornó los ojos y calló, al tiempo que hizo un gesto al mensajero para que abandonara la estancia. A partir de ese día, afrontaría sola su destino. Su esposo y su hijo eran su única y verdadera esperanza. Las tropas de Álvar Fáñez, lugarteniente del Cid, llegaron demasiado tarde, le había contado entre suspiros de tristeza el leal mensajero. Sevilla entera alzó sus armas contra el invasor y Sevilla entera se rindió ante el enemigo. No fue así la primera vez que un soldado fuerte y joven, llamado Rodrigo Díaz de Vivar, llegó a la notable ciudad a cobrar las parias impuestas por Alfonso y la defendió de un ataque de los berberiscos granadinos. El pueblo sevillano agradecido estalló en vítores hacia el valiente caballero, Siddi, Siddi, Siddi, eran los gritos que se escuchaban a lo lejos. Ahora todo se había vuelto en su contra. ¡Las fatalidades de la vida!, pensaba Zayda. Su propio padre pidió ayuda a Yusuf ibn Tashufin para combatir a los cristianos y, en un premeditado engaño, el falso jefe almorávide se volvió contra él arrebatándole su trono. ¡Qué tendría aquella bendita tierra de al-Andalus que todos querían quedarse en ella! Zayda lo sabía muy bien, en aquellas benditas tierras había transcurrido toda su vida, rodeada del olor a azahar en las transparentes mañanas de primavera, paseando por las plazas sevillanas en las cálidas tardes del verano, acariciando las orillas del Guadalquivir en los frescos días otoñales, correteando por el laberinto de palacio en los más fríos meses del invierno… Todos para ella eran hermosos recuerdos de los que no se quería desprender y que hicieron rodar por sus mejillas dos gruesas lágrimas.
Ana Herrera

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