Os pondré varios fragmentos claves en días sucesivos, de este largo relato donde se entrecruzan varias historias.
"Zayda. Una princesa ejemplar". En "Una mujer, una historia", Ediciones Alfar.
Hoy Al-Mutamid y Rumaykiyya
-Una vez más, padre, cuéntamelo una vez más.
-Yo era muy joven, estaba en la cubierta de una bonita nave anclada en el río Guadalquivir, muy cerca de la Pradera de la Plata, un lugar privilegiado que me encantaba visitar. Conmigo iban mis dos grandes amigos, esos que tú conoces tan bien y que, como yo, sienten el furor de la poesía en sus venas. Uno era mi apreciado Ibn Ammar de Silves, mi consejero y mi guía además de mi amigo, el otro mi fiel Ibn-al –Labbana. Entonces comenzamos a rivalizar con nuestros versos en un divertido juego poético. Yo fui el primero. Me quedé pensativo mirando hacia el río y después levanté mi voz, como una paloma mensajera que despliega sus alas abiertas al aire. El viento de la tarde riza el agua en olas que ensortijan la corriente. Mis dos amigos tenían que responder, pero ninguno de los dos habló. De pronto, una delicada voz de mujer sonó cerca del río. Y el invisible dios del hielo fragua con ellas su coraza transparente. Cuando me acerqué para ver quién era, vi a una hermosa joven alejarse corriendo de aquel lugar. La busqué por todas partes y un día la encontré. Itimad, mi noble y querida Itimad.
-Y por eso, tú, Muhammad ibn Abbad, adoptaste el nombre de Mutamid, ¿no es cierto, padre?
-Sí, mi pequeña Zayda, adopté ese nombre que quiere decir “el que ama a Itimad”. Aunque todos en la Corte la llaman la Gran Señora, también son muchos los que hablan del amor de al-Mutamid y Rumaykiyya. Ya sabes que tu madre servía a Romaíq, el mulero, y es conocida con ese nombre. A mí nunca me importó, me enamoré de ella desesperadamente. Pero no todos veían con buenos ojos que yo me casara con Rumaykiyya, por eso, otro día, le pedí consejo a mi buen amigo Ibn Zydûn, un exquisito poeta cordobés y un político de altura, sabio por su edad y por su propia historia. Él me dijo, deja que tu corazón elija por ti. Y así lo hice.
-Zaydûn y la princesa Walläda, es una historia que he oído muchas veces.
-Los dos eran poetas. Su amor fue de leyenda. Walläda era una mujer muy deseada, pero siempre quiso mantener su independencia. Los celos de él no lo resistieron. Cuando se separaron, Zaydûn vino a Sevilla al amparo de mi padre al-Mutaddid. Aquí pasó la mayor parte de su vida. Un día, haciendo los preparativos para volver a Córdoba, se llevó la mano al corazón y murió. Nunca volvió a ver a su amada princesa.
Ana Herrera
-Yo era muy joven, estaba en la cubierta de una bonita nave anclada en el río Guadalquivir, muy cerca de la Pradera de la Plata, un lugar privilegiado que me encantaba visitar. Conmigo iban mis dos grandes amigos, esos que tú conoces tan bien y que, como yo, sienten el furor de la poesía en sus venas. Uno era mi apreciado Ibn Ammar de Silves, mi consejero y mi guía además de mi amigo, el otro mi fiel Ibn-al –Labbana. Entonces comenzamos a rivalizar con nuestros versos en un divertido juego poético. Yo fui el primero. Me quedé pensativo mirando hacia el río y después levanté mi voz, como una paloma mensajera que despliega sus alas abiertas al aire. El viento de la tarde riza el agua en olas que ensortijan la corriente. Mis dos amigos tenían que responder, pero ninguno de los dos habló. De pronto, una delicada voz de mujer sonó cerca del río. Y el invisible dios del hielo fragua con ellas su coraza transparente. Cuando me acerqué para ver quién era, vi a una hermosa joven alejarse corriendo de aquel lugar. La busqué por todas partes y un día la encontré. Itimad, mi noble y querida Itimad.
-Y por eso, tú, Muhammad ibn Abbad, adoptaste el nombre de Mutamid, ¿no es cierto, padre?
-Sí, mi pequeña Zayda, adopté ese nombre que quiere decir “el que ama a Itimad”. Aunque todos en la Corte la llaman la Gran Señora, también son muchos los que hablan del amor de al-Mutamid y Rumaykiyya. Ya sabes que tu madre servía a Romaíq, el mulero, y es conocida con ese nombre. A mí nunca me importó, me enamoré de ella desesperadamente. Pero no todos veían con buenos ojos que yo me casara con Rumaykiyya, por eso, otro día, le pedí consejo a mi buen amigo Ibn Zydûn, un exquisito poeta cordobés y un político de altura, sabio por su edad y por su propia historia. Él me dijo, deja que tu corazón elija por ti. Y así lo hice.
-Zaydûn y la princesa Walläda, es una historia que he oído muchas veces.
-Los dos eran poetas. Su amor fue de leyenda. Walläda era una mujer muy deseada, pero siempre quiso mantener su independencia. Los celos de él no lo resistieron. Cuando se separaron, Zaydûn vino a Sevilla al amparo de mi padre al-Mutaddid. Aquí pasó la mayor parte de su vida. Un día, haciendo los preparativos para volver a Córdoba, se llevó la mano al corazón y murió. Nunca volvió a ver a su amada princesa.
Ana Herrera
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