ANA HERRERA
UN TIEMPO NUEVO
Las luces nunca habían brillado con más fuerza. El destello de los rayos del sol se asomaba a todos los rincones del jardín de la Estrella. La naturaleza respiraba en todo su esplendor el aire puro que bajaba de la sierra del Cóndor. Las aves silvestres pululaban de aquí para allá en un vuelo sin contradicciones, libres, como el soplo del viento que dulcemente balanceaba las hojas de los palmerales. Algunos transeúntes curiosos atraían hacia sí la atención de las palomas, ansiosas por picotear las pequeñas migas de pan que ellos arrojaban a su paso. La vida aquella ostentosa mañana de otoño invitaba a ser vivida, gozada, respirada, acariciada. Su silueta era un sutil velo que se posa sobre el rostro y muestra la transparencia del alma.
Para Julen todo pasaba desapercibido. Nada tenía sentido a sus ojos en aquellas dramáticas horas. La paz que buscaba en el edén de su destierro se transformaba en cuchillos afilados que atravesaban sus entrañas. Solo podía ver su cara, sus profundos ojos negros, su pelo largo, oscuro como la inmensidad de la noche, peinado en perfectos rizos que contorneaban sus mejillas tan pálidas. Y su sonrisa, apasionada y serena al mismo tiempo. El vestido rojo que le sentaba tan bien. Y su perfume…Su delicado perfume a acebo verde y violetas en flor. Ya nunca tendría el calor de sus manos acariciando sus labios ajados, sus besos ardientes, el deleite de su piel rozando la suya, el susurro de su voz cruzando los entresijos del tiempo. Nunca más le haría el amor. Tinieblas, tinieblas profundas cercaban su caminar, su ánimo abatido, su corazón roto en mil pedazos, incapaz de encontrar una salida. Tenía que acabar con todo, aún no sabía cómo, pero tenía que acabar con todo. Volvería a casa y tejería su despedida, dejaría un beso tierno en la mejilla de su madre y una mirada agradecida en los ojos de su mejor amigo. Escribiría su último relato, el relato de su final y leería con la voz entrecortada sus últimos versos, los versos de su desamor, de su angustia sin frenos, de su infinito amor hacia ella. Por última vez, encendió la pantalla del ordenador y se conectó a la red. Al otro lado, un alma invisible le hacía sentirse bien, comprendía su desaliento, su insípida juventud. Se lo debía, le debía un adiós. La luz de la pantalla se reflejó en su rostro, su pulso temblaba de emoción, sus pupilas se dilataron como quien contempla un milagro extraordinario y su alma se alejó del caos en busca de la luz. Tres palabras mágicas le dibujaban el curso de un tiempo nuevo: “BUENOS DÍAS, ESCRITOR”.
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